"Si no podemos vivir juntos, moriremos solos"
Jack Shephard (Lost)

sábado, 26 de junio de 2010

BBVA, LOS LADRONES DE GUANTE BLANCO


Por desgracia y por razones azarosas del destino que desconozco, desde antes de que yo naciera, al lado de mi casa había un Banco Argentaria que, por motivos económicos, se fusionó con el Banco Bilbao Vizcaya convirtiéndose en el BBVA.

Estas desconocidas razones son las que me han hipotecado a estar ligado a una entidad que nunca ha mirado, ni siquiera ligeramente, por el bien de sus clientes y que ya desde el primer momento me ha intentado sacar todo lo que ha podido, empezando por unas comisiones de 18 euros cada seis meses, a pesar de que cuando abrí la cuenta tenía 18 años y ningún banco cobra a personas tan jóvenes gastos de mantenimiento. Después de un año y medio me percate de que me estaban sacando unos intereses de los que no me habían informado cuando cree la cuenta y pedí que me los devolvieran.

Y es que, generalmente, la gente va al banco al que iban sus padres, y resulta que, por aquello de la cercanía, mis padres iban al BBVA. Todo esto venía a que esta mañana se me ha quedado la tarjeta de crédito –aunque realmente es de débito- atascada en un cajero. En principio, esto no debería suponer un gran problema, si no fuera porque cuando llamas a los teleoperadores, detrás de su amabilidad aparente, se esconde un comportamiento frío y totalmente interesado que viene fijado por sus ‘superiores’.

Desde el primer momento se nota que el cliente les importa poco y que les interesa sólo su dinero. Nosotros no somos personas, somos números de cuenta. Nada más iniciar la conversación con la operadora le pido, por favor, que pongan fuera de servicio el cajero de la calle Maldonado 55, porque mi tarjeta no es la única que se ha quedado atrapada, todo el que pasa por ahí, -según me ha comentado un chaval del Caprabo que se ha portado muy bien- y saca dinero pierde la tarjeta. La respuesta de mi interlocutora es “no podemos cerrar un cajero por una incidencia”, “perdone, le he dicho que no es una incidencia aislada es que se está comiendo todas las tarjetas”. “Da igual, como mucho lo reiniciaremos”.

Como me ha tocado estar casi una hora hablando con las operadoras –divido en dos llamadas porque ninguna de las dos me ha podido solucionar el problema de ‘es sábado, no tengo un euro y la tarjeta se la ha quedado el banco, porque su cajero está en mal estado, búsquenme una solución, porque necesito sacar dinero’ y las dos me han dado mal la información y no podía operar sin tarjeta hasta que una tercera me ha llamado (media hora más tarde) y me ha dado la clave.

Lo más cachondo del caso es que, a pesar de ser el banco el que me ha perjudicado porque tiene el cajero en mal estado, voy a ser yo el que tenga que pagar al BBVA para que me creen una nueva tarjeta. Sí, son 3 euros, pero a eso hay que sumarle la llamada de cerca de cuarenta minutos al 902 22 44 66. Y por si eso fuera poco he perdido el tren que iba a coger para ver a mi abuela paterna, porque no contaba con estar una hora atrapado en un cajero. Conclusión: por culpa del BBVA he perdido tiempo y dinero y encima tengo que pagar yo al banco.

Una hora después, seguía liado con el teléfono y mi llamada eterna, y se le ha quedado una tarjeta a una señora, he avisado de la incidencia a varias personas para que no se fastidiaran, pero, claro, te descuidas un momento y se te cuela una mujer mayor. De todas formas, no es mi trabajo estar en la puerta de un banco para que la gente no se quede sin tarjeta. Visto como actúa el BBVA no me extraña que sea el segundo banco más solvente de Europa, su frialdad, sus artes de ladrón de guante blanco y su prepotencia le auguran un buen futuro. Todo será cuestión –como le he dicho a la teleoperadora– de cambiarse de banco para que me roben en otro lado.

lunes, 7 de junio de 2010

BÁRBAROS


Hace unos días me escribía una persona de comunicación del Ayuntamiento de Barcelona, en respuesta a unas preguntas que la realicé sobre los planes de la ciudad condal en relación con el vehículo eléctrico. Por supuesto, el cuestionario que le mandé estaba en castellano y la conversación que mantuve con la funcionaria fue en el idioma de Cervantes.

Después de unos días de esperar la información, me envía, justo el día en el que teníamos que cerrar la revista, cinco folios en catalán. Cuando leí el correo electrónico que me había enviado, le pedí explicaciones porque no concibo que si mandas información a un medio que trabaja en Madrid la remitas en un idioma que no tengo porque entender. Y más teniendo en cuenta que la labor de un gabinete de prensa es facilitar la comunicación.

La respuesta de la empleada del Ayuntamiento de Barcelona fue que entender el catalán no es muy difícil, a lo que yo la respondí que más fácil sería que ella me hubiera escrito en un idioma que entendemos los dos.

Respeto la cultura y la lengua de los diferentes lugares de España, pero no veo con buenos ojos que en un momento en el que hay que tender puentes y crear una sociedad más armonizada a nivel mundial, algunos se dediquen a poner más barreras para que falte el entendimiento. Mantener la cultura no significa imponerla al resto de lugares y personas.

Una de las frases más inteligentes que he escuchado a un político la dijo el presidente del Congreso de los Diputados en la anterior legislatura, Manuel Marín: “el idioma está para entenderse”, le espetó a un parlamentario catalán empeñado en no hacerse entender en un idioma que no utiliza ni un 10% de la Cámara -que representa a todos los españoles- para la que hablaba.

A aquéllos que utilizan una lengua para que no les entiendan las personas que les están escuchando sólo se les puede llamar bárbaros. Bárbaros, como llamaban los griegos a las personas que “hablaban un idioma ininteligible”, con la única diferencia de que los bárbaros no elegían la lengua que hablaban y los que hablan dos y eligen la ininteligible lo hacen con un propósito que es difícil de entender.

viernes, 4 de junio de 2010

A YOGURT DE FRESA


Desde que Victoria Beckham, ese personaje del mundo de la cultura que se vanagloriaba de que nunca había leído un libro, habló de que Madrid olía a ajo –por no decir a ‘fritanga’- me rondaba la cabeza la idea de la relación de los lugares y sus olores. De hecho, hace tiempo escribí un reportaje para una gaceta local que titulé “los olores de Cuba”.

Sin embargo, hoy me he dado cuenta de que lo que define un lugar –igual que una piel– son los sabores o mejor dicho el sabor, porque al final sólo queda uno. Esta idea me surgió cuando una amiga checa de mi hermano comentó, mientras lamía la tapa de un yogurt de fresa: “España me sabe a yogurt de fresa, aunque los yogures de fresa de España no saben a fresa”.

En ese momento pensé que quizás tenía razón. A mi, por ejemplo, Marruecos me sabe a la especie que le echan al tallín, igual que Ámsterdam me recuerda al sabor de unas galletas muy muy dulces que había en todos los supermercados y que empalagaban un montón. Sabores más rocambolescos puede ser el aroma de la lasaña del Lidl que me recuerda a la rutas que hacíamos Pablo y yo por las cunetas de Portugal o el de la botella de Burdeos que compramos por 3 euros en París, enfrente del Arco de Triunfo, y que es el mejor vino que he probado nunca.

Hay otros lugares de los que me cuesta sacar un sabor en concreto porque he pasado más tiempo en ellos, éste es el caso de Italia. Sin embargo, si recuerdo como sabía aquel plato por el que íbamos muy a menudo a un bufete de Torino, y que nosotros llamábamos ‘conejo’ aunque realmente no teníamos ni idea de que animal era la carne que engullíamos.

Podría seguir enumerando lugares y sabores, pero no tengo ninguna pretensión de describirlos todos, me limito a hacer una reflexión que se me ocurrió a raíz de un comentario de Jana y que quería compartirla con aquéllos que todavía os sacáis un hueco para pasaros por aquí. Por cierto, ¿a qué os sabe mi/vuestro blog?