
Por desgracia y por razones azarosas del destino que desconozco, desde antes de que yo naciera, al lado de mi casa había un Banco Argentaria que, por motivos económicos, se fusionó con el Banco Bilbao Vizcaya convirtiéndose en el BBVA.
Estas desconocidas razones son las que me han hipotecado a estar ligado a una entidad que nunca ha mirado, ni siquiera ligeramente, por el bien de sus clientes y que ya desde el primer momento me ha intentado sacar todo lo que ha podido, empezando por unas comisiones de 18 euros cada seis meses, a pesar de que cuando abrí la cuenta tenía 18 años y ningún banco cobra a personas tan jóvenes gastos de mantenimiento. Después de un año y medio me percate de que me estaban sacando unos intereses de los que no me habían informado cuando cree la cuenta y pedí que me los devolvieran.
Y es que, generalmente, la gente va al banco al que iban sus padres, y resulta que, por aquello de la cercanía, mis padres iban al BBVA. Todo esto venía a que esta mañana se me ha quedado la tarjeta de crédito –aunque realmente es de débito- atascada en un cajero. En principio, esto no debería suponer un gran problema, si no fuera porque cuando llamas a los teleoperadores, detrás de su amabilidad aparente, se esconde un comportamiento frío y totalmente interesado que viene fijado por sus ‘superiores’.
Desde el primer momento se nota que el cliente les importa poco y que les interesa sólo su dinero. Nosotros no somos personas, somos números de cuenta. Nada más iniciar la conversación con la operadora le pido, por favor, que pongan fuera de servicio el cajero de la calle Maldonado 55, porque mi tarjeta no es la única que se ha quedado atrapada, todo el que pasa por ahí, -según me ha comentado un chaval del Caprabo que se ha portado muy bien- y saca dinero pierde la tarjeta. La respuesta de mi interlocutora es “no podemos cerrar un cajero por una incidencia”, “perdone, le he dicho que no es una incidencia aislada es que se está comiendo todas las tarjetas”. “Da igual, como mucho lo reiniciaremos”.
Como me ha tocado estar casi una hora hablando con las operadoras –divido en dos llamadas porque ninguna de las dos me ha podido solucionar el problema de ‘es sábado, no tengo un euro y la tarjeta se la ha quedado el banco, porque su cajero está en mal estado, búsquenme una solución, porque necesito sacar dinero’ y las dos me han dado mal la información y no podía operar sin tarjeta hasta que una tercera me ha llamado (media hora más tarde) y me ha dado la clave.
Lo más cachondo del caso es que, a pesar de ser el banco el que me ha perjudicado porque tiene el cajero en mal estado, voy a ser yo el que tenga que pagar al BBVA para que me creen una nueva tarjeta. Sí, son 3 euros, pero a eso hay que sumarle la llamada de cerca de cuarenta minutos al 902 22 44 66. Y por si eso fuera poco he perdido el tren que iba a coger para ver a mi abuela paterna, porque no contaba con estar una hora atrapado en un cajero. Conclusión: por culpa del BBVA he perdido tiempo y dinero y encima tengo que pagar yo al banco.
Una hora después, seguía liado con el teléfono y mi llamada eterna, y se le ha quedado una tarjeta a una señora, he avisado de la incidencia a varias personas para que no se fastidiaran, pero, claro, te descuidas un momento y se te cuela una mujer mayor. De todas formas, no es mi trabajo estar en la puerta de un banco para que la gente no se quede sin tarjeta. Visto como actúa el BBVA no me extraña que sea el segundo banco más solvente de Europa, su frialdad, sus artes de ladrón de guante blanco y su prepotencia le auguran un buen futuro. Todo será cuestión –como le he dicho a la teleoperadora– de cambiarse de banco para que me roben en otro lado.